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Cuando Dios irrumpe en tu vida

  • Centinela del Amanecer
  • 9 jul
  • 4 Min. de lectura
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Basado en: Génesis 19:1-25 – Ezequiel 37 – Oseas 1:1-11


En la naturaleza existen fenómenos imponentes que no pueden ser ignorados. Uno de ellos es el huracán. Esta palabra proviene del idioma taíno, una lengua indígena del Caribe hablada por los pueblos originarios antes de la llegada de los colonizadores europeos, y hacía referencia a un espíritu de viento o tormenta. Hoy utilizamos ese término para describir una tormenta de dimensiones colosales, capaz de transformar y destruir por completo todo lo que encuentra a su paso.


Para que se forme un huracán deben confluir ciertas condiciones: temperaturas oceánicas elevadas, humedad intensa, aire cálido en ascenso, y corrientes que propagan su fuerza. Una vez en movimiento, se convierte en una fuerza descontrolada, arrasando estructuras, modificando paisajes, dejando a su paso huellas profundas y visibles. No se le puede frenar: el huracán irrumpe directamente y arrasa con todo lo que tiene en su camino.


Esta imagen natural nos puede ayudar a comprender, aunque de forma muy limitada, lo que ocurre cuando Dios irrumpe en la vida de una persona. Pero a diferencia del huracán —caótico, destructivo e impersonal— la irrupción de Dios tiene propósito, dirección, amor y poder transformador. Dios no actúa al azar ni se mueve por capricho: Él entra en la vida del ser humano con la intención de salvar, restaurar y redirigir.


Es cierto que, muchas veces, su irrupción puede doler: sacude nuestras seguridades, desnuda nuestras debilidades y nos confronta con decisiones profundas. Pero ese dolor nunca es castigo ciego, sino disciplina amorosa. Como dice Hebreos 12:6: “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo.”


Cuando Dios entra… nada vuelve a ser igual


A lo largo de la historia bíblica, encontramos múltiples ocasiones en las que Dios irrumpió en la vida de personas comunes, muchas veces en momentos inesperados. No lo hizo para causar ruina, sino para revelar su voluntad, manifestar su santidad y guiar el alma por el verdadero camino.


  • Dios irrumpió en la vida de Abram —quien más adelante sería llamado Abraham—, pidiéndole que saliera de su tierra y de su parentela para seguir una promesa aún invisible (Génesis 12).

  • Dios irrumpió en la vida de Moisés mientras cuidaba las ovejas en el desierto, llamándolo desde una zarza ardiente para encomendarle la liberación de su pueblo, esclavizado en Egipto (Éxodo 3).

  • Dios irrumpió en la vida de Isaías, mostrándole su gloria en el templo y enviándolo como profeta a una nación rebelde (Isaías 6).

  • Dios irrumpió en la vida de Ezequiel, en un tiempo de exilio y confusión, para anunciar restauración y vida (Ezequiel 37).

  • Dios irrumpió en la vida de Saulo de Tarso, derribándolo del caballo y transformando a un perseguidor en apóstol (Hechos 9).


Y aún hoy, Dios sigue irrumpiendo en la vida de hombres y mujeres, no para derribar ni destruir como lo hace un huracán, sino para recrear desde adentro, traer orden, redención y propósito eterno.


Comparación con el huracán: similitudes y contrastes

  • El huracán se forma sin voluntad propia; responde a condiciones meteorológicas.

  • Dios irrumpe con propósito divino y personal. Él escoge el momento y la forma.


El huracán no da opciones: donde toca, arrasa.

  • Dios, en cambio, advierte, llama, muestra caminos y deja libertad para decidir.

  • El huracán causa daño exterior: destruye casas, caminos, árboles y no da tiempo para decisiones. Hay que correr a un refugio o serás alcanzado por su fuerza.


Dios actúa desde el interior: limpia, purifica, quita lo corrupto y siembra lo nuevo.

  • El huracán se debilita con el tiempo.

  • Dios permanece para siempre. No viene de paso: entra a habitar.


El huracán puede traer muerte.

  • Dios trae vida, esperanza y redención para quienes le reciben.

  • El llamado de Dios transforma


Cuando Dios irrumpe, no es para cambiar superficialmente una rutina o costumbre. Es para transformar desde la raíz, romper cadenas, llamar a la santidad, desarraigar el pecado, y establecer una nueva relación basada en la fe, la obediencia y el amor. Dios quiere ser Señor, no visitante. Quiere entrar, sí, pero para quedarse y morar.


El profeta Isaías escuchó una voz que decía: “Yo te redimí, te puse nombre, mío eres tú” (Isaías 43:1).


Y Tomás, luego de ver al Cristo resucitado, exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20:28).


Cuando el alma reconoce a quién tiene delante, comienza la verdadera vida. Deja de ser uno más, para convertirse en hijo de Dios, sellado por el Espíritu, guiado por Su mano.


¿Estás dispuesto a que Dios irrumpa en tu vida?


No todos están preparados para ese “choque divino”. A veces, Dios se acerca como brisa suave; otras, como trueno que sacude. Pero siempre viene con amor y con intención salvadora. Su irrupción puede implicar dejar viejos hábitos, abandonar caminos que no llevan a la vida, dejar atrás la indiferencia o la autosuficiencia.


  • Dios puede irrumpir para confrontar.

  • Dios puede irrumpir para consolar.

  • Dios puede irrumpir para corregir.

  • Dios puede irrumpir para llamar a servir.


Pero nunca irrumpe sin propósito. Y cuando lo hace, el alma lo sabe.


Hoy es un buen día para que le abras la puerta.


Hoy es un buen momento para decirle: “Señor, irrumpí en mi vida con tu luz y tu verdad”.


No importa si venís de una vida marcada por la tormenta, por la confusión o por la soledad. Jesús vino a irrumpir en el mundo con amor, gracia y verdad. Murió por vos. Resucitó para darte vida. Y quiere entrar.


¿Lo vas a dejar?


“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” (Apocalipsis 3:20)

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